“Se acabó la corrupción”, se ha dicho varias veces. Por eso, los hospitales públicos ahora son instituciones de excelencia: bien abastecidos de medicamentos y equipo, con doctores preparados y una atención cordial y expedita. Nadie ha tenido que empeñar el coche para pagar una quimioterapia. La salud dejó de ser negocio de unos cuantos; hoy es un derecho efectivo para todos.
Se terminó el huachicol, se dijo. Ya no hay violencia y los homicidios dejaron de contarse por decenas cada día. El Estado, al fin, decidió ser Estado: ni pacta ni simula, simplemente hace valer la ley. El crimen se redujo a estadísticas menores y los ciudadanos dejaron de vivir con la sospecha permanente de que muchos gobernantes eran socios de delincuentes.
Las escuelas públicas son mejores que las de los países nórdicos. Techos firmes, aulas equipadas, maestros que asisten puntualmente y alumnos que aprenden español, inglés, matemáticas y hasta filosofía, sin importar su código postal. En ese México, la educación no es privilegio ni limosna: es el cimiento de la igualdad.
Los ríos volvieron a ser ríos. El agua dejó de ser botín de políticos y coyotes. Los bosques crecieron porque nadie autorizaba talas a cambio de moches, y las playas permanecían limpias y abiertas al público, porque ningún funcionario firmaba permisos para depredar. Hasta los vendedores de tiempo compartido decían la verdad sobre sus productos. México presumía recursos naturales cuidados como un tesoro, no saqueados una y otra vez con cada nuevo gobierno.
En este gran país, las fiscalías investigan de verdad. No hay carpetazos ni expedientes dormidos. Los corruptos tiemblan, los jueces aplican la ley sin mirar credenciales de partido y las cárceles no están llenas de pobres, sino de quienes enfrentan las consecuencias de sus actos. La justicia dejó de ser espectáculo de ocasión para convertirse en hábito.
El nepotismo es apenas una palabra en desuso. Los hijos de los políticos estudian y trabajan por mérito, no por apellido. Nadie hereda cargos, nadie se asume dueño de oficinas públicas, y el poder dejó de ser patrimonio familiar. Gobernar significa servir, no enriquecerse; significa trabajar y rendir cuentas.
Ya no hay mordidas en los trámites. El ciudadano obtiene licencia, acta o pasaporte en minutos, sin pasar billetes escondidos entre papeles. El Congreso, lejos de ser un mercado, legisla con dignidad: no se alquilan conciencias ni se subastan votos. Los políticos viajan en aviones comerciales, se transportan en autos modestos y dan conferencias sin escoltas ni camionetas blindadas. Y, como si fuera novela de realismo mágico, todo ocurre con naturalidad, sin que nadie lo considere extraordinario.
Nuestro país es uno sin discursos huecos de “honestidad valiente”, sin campañas recicladas prometiendo lo mismo, sin mañaneras en las que la corrupción muere y resucita según el ánimo del orador. Es un México recto, limpio, con futuro.
Y entonces… despertamos.
Porque el México real es otro: el desabasto de medicinas es norma; el huachicol, negocio próspero; la educación pública, una promesa incumplida. Los ríos se mueren, las fiscalías simulan, el nepotismo florece y el poder sigue siendo la herencia más codiciada.
La novela del México sin corrupción es apenas un sueño escrito en clave de sarcasmo. Mientras tanto, lo que tenemos es lo de siempre: la mentira interminable.
Por Carlos Román