Acceder a un sistema electoral confiable, luego de décadas de autoritarismo, fue la lección que México aprendió a golpes cuando, después de las grandes protestas de 1988, se arrancó al Estado la facultad de manipular los resultados. El despertar democrático vino de la exigencia ciudadana y cristalizó en la autonomía plena del órgano electoral, que hizo posible que el voto —y no los arreglos de cúpula— fuera el factor decisivo. Lo que costó décadas construir hoy se pretende erradicar para volver al pasado, paradójicamente, de la mano de quienes más alzaron la voz para que se diera el cambio: “la izquierda”.

En política, la ironía suele ser despiadada: el régimen que llegó al poder gracias a un sistema electoral autónomo y confiable ahora trabaja para desmantelarlo. Desde el inicio, implementó una estrategia calculada para perpetuarse. El instrumento para consumar la maniobra tiene nombre: Comisión Presidencial para la Reforma Electoral.

Se quiere hacer creer que todo se resolverá en un foro de diálogo, pero en realidad es solo el disfraz para producir un único resultado: la subordinación del árbitro electoral al Ejecutivo y a su mayoría legislativa. Su composición lo dice todo: son operadores políticos, burócratas distinguidos por su “meritocracia” servil y veteranos en la demolición de contrapesos. Algunos participaron activamente en el debilitamiento del Poder Judicial o en la desaparición de organismos autónomos. Podrán presumir muchas cosas, pero nunca vocación democrática.

La experiencia reciente anticipa lo que está por venir. Desde que el Instituto Nacional de Transparencia (INAI) fue eliminado y sus funciones trasladadas a la flamante Secretaría Anticorrupción, ocurrió lo que se temía: el acceso ciudadano a la información pública prácticamente desapareció. Según organizaciones como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, más del 99 % de las solicitudes quedan sin respuesta efectiva. La transparencia murió porque convenía al régimen. Ocultar es mejor que ser exhibidos, y ejemplos sobran. Ese es el modelo que ahora se impondrá en lo electoral: un cascarón institucional vacío de sentido y siempre al servicio del partido dominante.

El discurso oficial repite consignas y lugares comunes: “abaratar la democracia”, “acercarla al pueblo”, “eliminar privilegios”. La traducción es sencilla: acabar con la pluralidad, mutilar la fiscalización, manipular el padrón, sustituir consejeros ciudadanos por fieles seguidores y devolver la organización electoral a manos del gobierno.

El truco no es nuevo. El viejo PRI organizaba consultas populares con resultados escritos antes de que se verificara la primera reunión. La diferencia está en la propaganda: antes se hablaba de fortalecer la democracia; ahora, de rescatarla “para servir al pueblo”.

La perversidad está en que el régimen aprendió el manual democrático para usarlo en contra de la democracia misma. Saben ganar… y saben impedir que otros lo hagan. Por eso operan con bisturí y lupa: colonizar al árbitro, estrechar las reglas, dispersar responsabilidades y concentrar el poder en una sola mano, que además firma las reglas del juego.

El mismo andamiaje que permitió la alternancia en 2000 y el triunfo de la 4T en 2018 será desmontado por quienes lo usaron para llegar. Entraron por la puerta grande de la democracia, para cerrar la puerta desde dentro y con acceso solo a los suyos.

Y cuando el Congreso lo apruebe, el epitafio será claro: Aquí yace la democracia mexicana; murió de causas perfectamente evitables, asesinada por quienes juraron defenderla y enterrada por el propio Estado para que no vuelva a estorbarles jamás.

Por Carlos Román.

Por Editor

Deja un comentario