En un mundo donde el teletrabajo se había posicionado como la nueva norma, algunas empresas están dando un giro hacia prácticas que han levantado más de una ceja. PricewaterhouseCoopers (PwC), junto con otras firmas como EY, ha decidido que la era del teletrabajo al 100% ha terminado, implementando medidas de control que han sido catalogadas por muchos como invasivas. Desde geolocalización hasta semáforos de asistencia, las estrategias para asegurar la presencia física en las oficinas no dejan de sorprender.
El sistema de semáforos, donde los empleados son clasificados con colores según su asistencia, es solo la punta del iceberg. PwC ha ido más allá, monitoreando las conexiones WiFi de los portátiles y los registros de entrada y salida con tarjetas. Estas medidas, aunque justificadas por la empresa como necesarias para la planificación y el rendimiento, han generado un clima de descontento entre los trabajadores, quienes buscan mayor transparencia y flexibilidad.
Las reacciones no se han hecho esperar. Empleados de alto rango han expresado su malestar, y la rotación de personal calificado en empresas similares ha aumentado. Este escenario plantea una pregunta crucial: ¿hasta qué punto el control excesivo puede afectar la productividad y el bienestar de los empleados? Mientras las empresas insisten en la importancia de la presencialidad, estudios como el de McKinsey sugieren que volver a la oficina no necesariamente mejora el rendimiento. La paradoja es evidente, especialmente cuando recordamos que estas mismas empresas han enfrentado multas por incumplimiento de leyes laborales.
En conclusión, el debate sobre el teletrabajo y la presencialidad está lejos de terminar. Mientras algunas empresas optan por la hipervigilancia, otras exploran modelos híbridos que buscan equilibrar productividad y bienestar. El desafío será encontrar un punto medio que satisfaga tanto a las empresas como a sus empleados, sin caer en prácticas que puedan ser percibidas como invasivas o contraproducentes.