Una niña asesinada por su padre. Tres hermanas y su madre ejecutadas en Hermosillo por el compañero sentimental de esta última. Una joven acribillada en plena calle de Guadalajara por un hombre que creyó tener derecho sobre su vida. Esa es la realidad de México en julio de 2025. La impunidad sigue siendo la única constante institucional.

Se mata por celos, por posesión, por dinero, por ira. Pero también —y con inquietante frecuencia— se mata por nada. Sin motivos, sin conflictos previos: basta un claxon en un semáforo, una mirada, una negativa. El gatillo se aprieta con la misma ligereza con que se cambia un canal de televisión. Y cuando se aprieta una vez, se aprieta otra. Y otra. Hasta llegar a donde estamos: más muertos por día que en Ucrania.

Los números son indecentes. Más de 270 mujeres asesinadas en lo que va del año. Siete niños muertos cada día. Decenas de miles de jóvenes desaparecidos. Pero el dato más obsceno es otro: 97 % de impunidad. Aquí se puede matar a una mujer, a un niño, y seguir con la rutina. Aquí se puede asesinar… y no pasa nada.

Porque no es solo el asesino. Es toda una estructura de omisiones, cobardías y silencios: policías que no llegaron; jueces que liberaron al golpeador “por falta de pruebas”; fiscales que no hallaron indicios ni voluntad; burócratas que recortaron presupuestos para refugios mientras aprobaban aumentos para dietas y viáticos. Se mata con una mano, pero se absuelve con muchas.

El Estado, como siempre, responde con comunicados: se “condena enérgicamente”, se “investiga a fondo”, se “redoblan esfuerzos”. Fórmulas vacías, escritas desde siempre. Y mientras tanto, desaparecen las cifras reales, se ignoran las alertas de género, se clausuran los pocos espacios de auxilio. Aquí, la impunidad no es una falla: es política pública.

Y la sociedad —la nuestra, experta en conmoverse a gritos y olvidarlo todo al día siguiente— asiste al espectáculo como quien ve una serie de Netflix. Cada semana, un crimen nuevo. Lo intolerable se volvió costumbre, y ese “pueblo bueno” apenas pestañea.

Nos están matando. Pero lo más escalofriante no es la violencia: es su normalidad. Su integración apacible al paisaje. Que ya nadie se asombre. Que ya no duela. Que el espanto sea rutina. Peor que el crimen es la aceptación.

La muerte ya no necesita explicación. Se mata porque se puede, porque se sabe que no habrá consecuencias, porque se ha instalado la certeza de que la vida ajena no vale ni una carpeta mal armada. Para muchos, la vida —la propia y la ajena— ya no vale nada.

Y en ese vacío, donde antes habitaban la ley, la vergüenza o el simple miedo, solo quedan el eco, la estadística… y una cuenta que crece como si no tuviera fondo. Mientras tanto, el Estado calla. Y la sociedad también. Hemos convertido el horror en costumbre. Y la costumbre, en excusa para no mirar. Porque mirar implica hacer algo. Por lo menos, incomodar. Y aquí, eso sí está penado.

Por Carlos Román

Por Editor

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