Hubo un tiempo —o eso creíamos— en que las palabras tenían peso. Decir “justicia” no era aludir a un juicio marrullero, sino nombrar la equidad con un alto contenido ético. Decir “pueblo” significaba pertenencia y destino compartido, no una base clientelar sostenida por dádivas para ganar elecciones; decir “izquierda” implicaba compromiso, lucha, inteligencia, renuncia. Hoy, esas palabras sobreviven, sí, pero huecas, desprovistas de sustancia, como letanías sin fe. Tal vez ese tiempo nunca existió, pero la nostalgia lo inventa con tal convicción que termina por parecer verdadero. La memoria, en lugar de servir como espejo, se vuelve coartada: no para recordar lo que fuimos, sino para eludir lo que somos.

Nadamos entre símbolos sin contenido. Se proclama la transformación desde los salones de hoteles de postín; se predica la austeridad con relojes de lujo; se invoca a Marx y a Gramsci entre asignaciones directas de obra pública. El discurso ha dejado de ser propuesta ética para convertirse en coartada. Ya no es herramienta de cambio, sino manto que purifica lo podrido. Lo que se ofrece no es redención, sino escenografía. En esta tragicomedia, la transgresión se premia cuando se ejerce con astucia que sustituye a la ley.

La nostalgia, convertida en herramienta política, embellece el pasado para no mirar el presente. Vuelve la derrota una virtud, la renuncia una estrategia, la mediocridad un logro. Así, el ayer se transforma en escudo para justificar la decadencia moral y la incompetencia. No es casual: recordar exige menos que construir.

Pero el problema no reside solo en el poder, que por naturaleza se mimetiza para perpetuarse. Lo más grave es el silencio cómplice de quienes un día se dijeron herederos de una izquierda crítica, lúcida y propositiva. Hoy, muchos de ellos son burócratas satisfechos, usufructuarios del discurso que antes incendiaba plazas.

La izquierda se contaminó con lo peor del priismo y del panismo. Así, la ética se volvió conveniencia; el deber, mercancía. Hoy se justifican nombramientos y recompensas por servicios prestados, incluso cuando la conducta de los beneficiarios raya en la abyección más absoluta. Nada debería ser más vergonzoso que vivir de lo que se dijo haber combatido. Pero en esta tragicomedia política, la vergüenza es un valor en vías de extinción.

Lo más alarmante no es el poder que corrompe: es la izquierda que se acomoda. Esa que cambió la utopía por la nómina. Como si el pasado concediera una patente de impunidad moral. La izquierda, si quiere seguir siendo, no puede refugiarse en los archivos ni en las frases célebres. Tiene que volver a ser práctica incómoda, exigente, capaz de renunciar al privilegio por una convicción.

Nostalgia, sí. Pero no como consuelo, sino como advertencia. Para no confundir principios con propaganda. Porque la evocación sin crítica es autocomplacencia, y la militancia sin riesgo no pasa de oratoria. No basta con citar a los muertos si no se está dispuesto a incomodar a los vivos. En tiempos donde la ley se vuelve ornamento y la astucia sustituye al pensamiento, recordar no basta. Hace falta valor. Valor para volver a decir que no, incluso cuando todos callan. Especialmente cuando todos callan.

Por Carlos Román.

Por Editor

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