Para Estados Unidos, ya no somos solo un vecino incómodo ni un socio comercial disfuncional. Ahora somos, abiertamente, un enemigo. Así lo dijo, la fiscal general estadounidense Pam Bondi, al declarar ante el Senado que México forma parte de los adversarios de EE. UU., junto con Irán, Rusia y China. No fue un desliz diplomático ni una metáfora desafortunada: fue una acusación frontal, deliberada, destinada a posicionar a nuestro país como una amenaza exterior. Y, como era de esperarse, no vino sola.

Ese mismo día, el Departamento del Tesoro impuso sanciones a tres instituciones financieras mexicanas —CIBanco, Intercam Banco y Vector Casa de Bolsa— por presuntamente lavar dinero para cárteles del narcotráfico, en particular para la compra de precursores químicos de fentanilo. La acusación es grave, pero más grave aún es su contexto: se emite sin juicio, sin debido proceso, sin posibilidad de defensa. México, una vez más, es declarado culpable por decreto. Un proceso político-mediático que concluye en sentencia condenatoria.

Lo más delicado no es solo la dimensión económica o reputacional, sino la carga política que conlleva. Porque detrás de esas sanciones hay nombres. Y uno de ellos es especialmente revelador: Vector Casa de Bolsa es propiedad de Alfonso Romo, empresario regiomontano, exjefe de la Oficina de la Presidencia durante el gobierno de López Obrador, y aún hoy considerado uno de los hombres más cercanos al poder. ¿Estamos ante un acto legítimo de justicia financiera o frente a un misil político —de esos que rompen búnkers— disfrazado de medida anticrimen?

La respuesta del gobierno mexicano ha sido lacónica. La presidenta Claudia Sheinbaum ha insistido en que no existen pruebas y que el sistema financiero nacional es sólido. Lo mismo repitió la Comisión Nacional Bancaria. Pero, en las horas siguientes, intervino a las tres instituciones señaladas. Nadie explicó por qué un banco con vínculos tan estrechos al antiguo círculo presidencial está siendo acusado de facilitar operaciones del narcotráfico internacional. Nadie exigió una aclaración formal a Washington. El silencio fue más estruendoso que las acusaciones.

La gravedad del señalamiento no es solo jurídica: es geopolítica. Equipararnos con regímenes autoritarios no es un simple exceso retórico; es una advertencia estratégica. Cuando Estados Unidos menciona a un país junto a China, Irán o Rusia, no está improvisando: está preparando el terreno para sanciones más severas, presiones diplomáticas, restricciones comerciales y, eventualmente, algo más. Washington necesita enemigos para justificar sus decisiones, y ahora México figura en esa lista por conveniencia, no por evidencia.

Nuestro país es el blanco perfecto: por su cercanía geográfica, por su fragilidad institucional y por su dependencia económica. Y, sobre todo, porque se ha instalado una narrativa que combina nacionalismo retórico con una preocupante permisividad ante el desorden. México enfrenta esta coyuntura sin alianzas sólidas, sin una estrategia internacional coherente y sin instituciones con la solidez necesaria para sostener su posición en un entorno cada vez más hostil.

El “eje del mal” no describe realidades: las fabrica. Es una ficción útil, diseñada para justificar agresiones con apariencia de orden. Al inscribir a México en esa categoría, Estados Unidos no solo acusa: redefine el tablero. Lo verdaderamente alarmante es que aquí nadie parece comprender la magnitud del golpe. Mientras en Washington se trazan líneas rojas, acá se repite el estribillo de la colaboración sin subordinación y que “no somos la piñata de nadie”, aunque los gringos ya vienen con el garrote… y sin perder el tino.

Por Carlos Román

Por Editor

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