Mientras el gobierno mexicano se llena la boca llamando “héroes” a los migrantes, en Estados Unidos los tratan como delincuentes. En ciudades como Los Ángeles, Chicago y Nueva York, las redadas migratorias ya no son simples operativos: son espectáculos de fuerza, montajes represivos con marines, granadas aturdidoras, balas de goma y gas lacrimógeno. La escena es más propia de un estado totalitario y represor que de un país que presume ser el paladín de la democracia. O al menos, eso decía.
El caso más reciente —y el más brutal— tuvo lugar en el corazón de Los Ángeles. El Fashion District fue invadido por fuerzas federales, estatales y locales, en un operativo que parecía sacado de una película de guerra. Cientos de trabajadores fueron detenidos; la mayoría, sin antecedentes, sin orden judicial, sin más crimen que ganarse la vida en un país que necesita su mano de obra pero desprecia su presencia y su origen humilde.
El mensaje es claro: pueden enviar remesas, pero no pueden quedarse. Pueden sostener con su trabajo la economía de dos países, pero deben hacerlo en silencio, sin derechos, sin rostro. El migrante es útil mientras produce, pero molesto cuando exige. Y esa contradicción alimenta el gran negocio de unos cuantos: las empresas que lucran con las remesas y los políticos que las usan como discurso.
En 2024, los migrantes enviaron más de 64 mil millones de dólares a México. El gobierno lo presume como si fuera un logro propio, pero ese dinero no es producto de su política económica, sino del exilio forzado. Quien migra lo hace por hambre, por miedo, por desesperación. Y cuando lo logra, termina siendo cliente cautivo de bancos, tiendas y plataformas que exprimen cada envío con comisiones y tipos de cambio manipulados.
Grupo Elektra, FEMSA, BanCoppel y las fintech de moda no ofrecen un servicio: exprimen una necesidad. El margen de ganancia está en lo que no se ve: unos centavos por dólar que, sumados, dan millones. ¿Quién regula eso? Nadie. ¿Quién defiende al que manda dinero? Tampoco nadie.
Y mientras en México se aplaude el flujo de remesas, en Estados Unidos se militarizan las calles. El presidente Trump ha anunciado lo que llama “la operación de deportación más grande de la historia”. No se trata solo de perseguir a criminales. El delito, para muchos, es trabajar y producir. Se trata de infundir miedo, de recordarle al migrante que siempre está en la cuerda floja. Que, aunque pague impuestos, trabaje de sol a sol y mantenga familias enteras, sigue siendo prescindible. Porque están siendo detenidos y expulsados.
Los políticos se rompen las vestiduras cada vez que un migrante triunfa en el extranjero, pero guardan silencio cuando ICE lo arrastra fuera de su casa. No hay notas diplomáticas, no hay indignación, no hay defensa. Solo un aplauso hipócrita al que manda dólares, aunque esté esposado.
El negocio de las remesas y la represión no son historias separadas: son dos caras de la misma moneda. Una donde el dinero circula sin problema, pero las personas son perseguidas. Una donde el lucro es legal y la existencia, criminal. Una donde el migrante paga dos veces: en dólares y con miedo.
Por Carlos Román.