“Caballo verde” era el título de un chiste que contaba, con mucha gracia, un querido tío que veía el mundo con ironía y sin una gota de solemnidad. La historia, como él la narraba, era simple pero fulminante.

Un ranchero de pocas palabras, pero muchos anhelos, se enamora perdidamente de la muchacha más bonita del pueblo. Hermosa, altiva, inalcanzable. Ella no se dignaba a mirar a ningún hombre que no tuviera abolengo, apellido o hacienda. El ranchero —terco como el campo que araba— pregunta qué le gusta a la señorita. “Los caballos verdes”, le responden. Verde. Así, sin más.

Entonces, ni corto ni perezoso, va a su establo, toma un bote de pintura y convierte su caballo tordillo en una criatura verde chillante, estrafalaria, inolvidable. Lo saca a la plaza, lo pasea frente a la ventana de la muchacha. Ella lo ve, se asombra, lo elogia. Y el ranchero, sin mediar más que una sonrisa torcida, le lanza —ahí mismo y a viva voz— una propuesta carnal, directa, descarnada y sin una pizca de pudor.

Ese era el remate: la pretensión desnuda como el caballo. El animal no era galantería, era pretexto. No había modales ni caballerosidad, solo una urgencia disfrazada de creatividad. Una estrategia —la que fuera— para obtener, a cambio de pintura y audacia, lo que de otro modo jamás habría conseguido.

Así son hoy muchos de los que se visten de verde.

El ambientalismo, como tantas otras causas nobles, ha sido usado. Lo que nació como defensa del entorno se convirtió en discurso de ocasión. Hoy, ser “verde” no implica compromiso: implica acceso. Da votos, da contratos, da presupuesto. Pero no protege ni un árbol, ni una hoja.

El Partido Verde es la caricatura perfecta. No es partido, ni verde, ni ecologista. Es una franquicia familiar que sobrevive pegada al poder, a cualquier poder. Pacta con quien sea, apoya lo que le ordenen y siempre sabe cómo seguir en la nómina. Se dice defensor de la naturaleza, pero ha avalado despojos, destrucción y omisión. Su única causa es su permanencia: vivir del presupuesto.

Pero lo más patético llega por otro lado: los conversos, esos que no tienen partido aborrecido. Políticos sin ideología, sin principios, sin vergüenza. Los que ondean la bandera que más les convenga, con tal de no quedarse fuera del reparto. Se pintan de verde como el caballo del chiste: a ver si así alguien les abre la puerta. No saben distinguir un humedal de una glorieta, pero ya exigen candidaturas en nombre del planeta. La ecología les importa tanto como antes les importaba la justicia, la democracia o los derechos humanos: es solo otro disfraz para seguir donde están.

Y lo logran. Porque aquí, como casi siempre, la simulación tiene más futuro que la coherencia.

La causa ambiental no necesita más discursos reciclados. Necesita ley, dientes, congruencia. Menos simuladores, más defensores. Pero eso no se premia. Eso no vende electoralmente.

El problema no es que el Verde exista. Es que nadie lo cuestione. Y que a su sombra crezcan ambiciones disfrazadas de causa. Porque en este país, hasta el ecologismo se volvió electorero.

Por Carlos Román.

Por Editor

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