Aunque muchos no lo creyeron, Donald Trump cumplió lo prometido. Con el estruendo de siempre, ha impuesto un nuevo paquete de aranceles al mundo. En México, algunos celebran que “salimos bien librados”, pero la verdad es otra. El arancel general del 10 % a todas las importaciones no se aplica directamente a nuestro país, pero el golpe sí llega: en particular, al sector automotriz, que enfrentará una tarifa del 25%, con descuentos condicionados al nivel de contenido estadounidense. Es decir, una tarifa “a la carta”, con sabor a subordinación.
Trump actúa como líder de reality show: premia al adulador, castiga al que lo cuestiona. Lo suyo es el chantaje. Su estilo y discurso nacionalista, su política exterior manejada como espectáculo, lo colocan otra vez en la cima de un poder que no admite matices. Como buen populista, no tolera la crítica ni acepta filtros o rendiciones de cuentas. El mensaje es simple y directo: quien no se arrodille, pagará.
Pero en nuestro caso, lo más preocupante no es Trump, sino lo que vamos a ceder para mantenernos “a salvo”. Desde Palacio Nacional, el discurso ha sido técnico, suave y milimétricamente calculado. Se quiere vender como una estrategia ganadora, pero, en realidad, entramos a una tormenta de difícil pronóstico.
Además, la presidenta Sheinbaum no tiene toda la libertad para decidir. Hay un muro que no ha podido cruzar: la barrera del mesías. Desde el sureste se dictan instrucciones en voz baja, como si el silencio del caudillo llevara consigo la fuerza de la verdad revelada.
Porque en este México del segundo piso de la transformación, el timón sigue en las manos del que no está, pero nunca se fue. Sheinbaum, con toda su inteligencia y formación, ha tenido que cambiar, por la presión de Trump, los abrazos por balazos. Además, soporta muchas deslealtades heredadas, que a veces la ignoran y, otras, la confrontan.
Vivimos tiempos curiosos: Trump chantajea con aranceles; López Obrador, con silencios. Uno amenaza con tarifas; el otro, con su legado. Uno impone poderío militar; el otro, control político. Ambos exigen lealtad y reparten culpas con generosidad. Populistas de distinto acento, pero del mismo evangelio.
Lo triste es que, frente a Trump y su guerra económica, los mexicanos no solo aceptamos la humillación: la agradecemos. Este régimen, tan comprometido con erradicar la discriminación y el clasismo, se vuelve súbitamente manso cuando la insolencia llega desde el norte. Ahí ya no se llama sometimiento: se llama “colaboración”.
Está claro: no somos el tipo de pueblo que Trump respete, ni la clase de nación que admire. Pero eso sí, nada más grave que un país que aplaude su propio agravio. Solo nos falta, por cortesía diplomática, brindar con quien nos impone las tarifas, sonriendo mientras nos pasa la cuenta.
Porque en esta época de aranceles del bienestar, los resultados se miden por la obediencia ciega de sus súbditos. Pero aquí, el fracaso se disfraza de hazaña, y la impotencia, de valentía nacionalista. Asistimos, sin asiento numerado pero con boleto forzoso, a la construcción de un nuevo orden mundial: uno cimentado en el miedo, decorado con discursos tan elocuentes como huecos, y con la dignidad a cuestas; y eso que son de izquierda.
Por Carlos Román.