Había una vez un partido político fundado por un hombre de gran inteligencia y convicciones firmes: Manuel Gómez Morín. Así nació el Partido Acción Nacional, o PAN, como todos lo llamaban. Surgió como una respuesta a la necesidad de dar voz a quienes soñaban con un México más justo y democrático, un contrapeso al PNR y al Maximato de Plutarco Elías Calles, quien gobernaba mediante sucesores que eran simples floreros, figuras decorativas sin poder real. Durante años, el PAN fue una oposición inteligente y hábil. Defendió causas valiosas y, finalmente, logró tomar las riendas del país, cumpliendo así el sueño de sus fundadores. Sin embargo, pronto enfrentó desafíos que pondrían en peligro su esencia y razón de ser.
Con el tiempo, comenzaron a cernirse sombras sobre el partido. Se decía que personajes oscuros se infiltraron en sus filas. Ejemplos de ello fueron Roberto Gil Zuarth, Ricardo Anaya, Marko Cortés y Jorge Romero, entre muchos otros. Este último, para algunos, era un político astuto; para otros, el líder de un peligroso “cártel inmobiliario”. Con la llegada de estos personajes, el PAN comenzó a alejarse de los ideales que lo habían sostenido. Los principios se diluían, mientras que los intereses personales y las alianzas cuestionables ocupaban su lugar.
Después de doce años en la Presidencia de la República, el PAN perdió el rumbo y se transformó en un partido similar a aquellos a los que antes criticaba por haberse entregado a prácticas corruptas. Durante la gestión de Vicente Fox, los negocios de los hijos de Martita Sahagún mancharon su reputación. Con Felipe Calderón, la situación empeoró; su fallida guerra contra el narcotráfico, emprendida en un intento de legitimarse tras un escándalo de fraude electoral, marcó el inicio de la decadencia del partido. Desde entonces, el PAN parece estar atrapado en una caída libre de la que no ha podido recuperarse.
La reciente elección de Jorge Romero como líder del partido confirma su decadencia. Su ascenso no fue una sorpresa, aunque sí un golpe para aquellos que aún recordaban los días del PAN como un partido opositor inteligente y hábil. Su discurso inaugural fue una torpe declaración de guerra contra Claudia Sheinbaum, aun cuando carece de la fuerza política necesaria para convertirse en opción como oposición.
Además, el PAN cuenta con dos expresidentes cuestionados, pero expresidentes al fin. Sin embargo, Ricardo Anaya, en su ambición por concentrar el poder, se peleó con ambos, marginándolos y borrándolos del mapa político del panismo. Esta confrontación interna debilitó al partido, sumiéndolo en una crisis de liderazgo y profundas fracturas. Anaya maniobró dentro del partido para satisfacer sus propios intereses, y aunque logró ser candidato presidencial, su derrota fue estrepitosa. Esto dejó al PAN dividido y enfrentado, incapaz de recuperar su fortaleza.
Por fuera, el PAN aún mantenía su fachada, pero por dentro estaba desmoronado: un cascarón vacío. Los sólidos muros de principios que alguna vez lo sostuvieron se habían convertido en polvo. El partido que inspiró a muchos había perdido su esencia y se diluía lentamente.
Sin embargo, para algunos aún quedaba una última esperanza: que algún día el PAN pudiera reconstruirse sobre los cimientos de los ideales que sus fundadores imaginaron para México. Una nueva generación de líderes, libres de las sombras del pasado, podría devolverle al PAN su propósito original: servir al pueblo con integridad y dedicación.
Hasta entonces, el partido que alguna vez inspiró a millones permanecerá como una amarga lección de cómo el poder y la ambición pueden corromper incluso a las instituciones creadas para alcanzar los más nobles fines.
Por Carlos Román.