La belleza del cielo anaranjado al amanecer, apenas lograba contrarrestar el peso que Roberto cargaba sobre los hombros. Sentado en su escritorio, con los ojos clavados en la pantalla de su computadora, repasaba por enésima vez los escenarios más oscuros que había analizado. Las noticias de la guerra entre Rusia y Ucrania lo mantenían en vela, pero su preocupación trascendía las trincheras de Europa del Este. Lo que realmente lo aterraba era lo que acechaba al fondo de ese conflicto: una guerra nuclear.
—Una guerra nuclear no discrimina —murmuró. Sus palabras resonaron como un eco en su mente—. No hay refugio que te proteja del día después del Armagedón.
Desde la caída del muro de Berlín, muchos creyeron que la paz sería la nueva norma. Pero Roberto, conocedor de la historia, sabía que esta rara vez seguía el camino de la razón. Mientras los líderes de las potencias jugaban con el destino del mundo, cada nueva escalada los acercaba al abismo.
Cerró los ojos, y los informes que había leído sobre los escenarios de guerra, cobraron vida en su imaginación. Las explosiones iniciales serían devastadoras, sí, pero lo que lo agobiaba no era la muerte instantánea, sino el infierno que vendría después.
Veía los campos de maíz de Sinaloa y los cultivos de limón en Michoacán, no marchitándose por la violencia del narco, sino bajo la lluvia radiactiva que envenenaría los ríos. Los bosques y las selvas se transformarían en tierras muertas, las playas de Jalisco, antaño abarrotadas de turistas, quedarían vacías, sus arenas contaminadas y sus estructuras colapsadas. Ciudades enteras estarían plagadas de enfermos, niños con malformaciones, familias vagando en busca de algo que ya no existía: esperanza.
—¿Y los americanos? —se preguntó, casi en un susurro.
En un escenario apocalíptico, Roberto sabía que los vecinos del norte mirarían al sur. No por elección, sino por necesidad.
México, acostumbrado a recibir caravanas del sur, podría enfrentarse a un nuevo fenómeno: caravanas provenientes del norte. Podía verlas con claridad en su mente. Hombres, mujeres y niños, mochilas al hombro, cruzando la frontera con desesperación. Huyendo de la muerte y cargados de miedo, y si, armados hasta los dientes.
—México no es un blanco directo —murmuró, tratando de convencerse—, pero eso no nos hace inmunes.
La cadena de suministros colapsaría. Habría saqueos, protestas, largas filas por un litro de gasolina. Las imágenes en su mente se sucedían con rapidez. Una familia norteamericana refugiada en Monterrey, compartiendo un espacio improvisado con familias mexicanas también desplazadas. Tensión en el ambiente. Miradas cargadas de resentimiento y temor.
Roberto pensó en el Tratado de Tlatelolco, ese acuerdo que declaraba a América Latina como una zona libre de armas nucleares. Sonrió con amargura.
—Bonitas palabras, pero el papel todo lo aguanta —dijo, como quien sabe que de nada sirve un tratado cuando los poderosos lo ignoran.
Levantó la taza de café que tenía junto al teclado y bebió un sorbo. El líquido estaba frío, como la realidad que lo rodeaba. Dejó la taza a un lado y en una hoja de papel escribió, “Paranoia o realidad.” Se quedó mirando, sin embargo, lo único que encontró fue el eco de su propia incertidumbre.
Era casi una broma, una ironía en medio de un caos palpable. Sin embargo, entendía que no bastaba con predecir el desastre; debía imaginar un camino hacia la supervivencia, aunque fuera una quimera.
—La humanidad ha sobrevivido a muchas cosas —se dijo—. Quizás también podamos sobrevivirnos a nosotros mismos.
Al final del día, cerró su computadora y salió a la calle. Mientras caminaba hacia su auto, el atardecer lo envolvió en un resplandor dorado que teñía la belleza de una naturaleza que no supimos defender. La incertidumbre y el miedo lo perseguían, ese instante le recordó que, una guerra mundial era con seguridad el exterminio de nuestras civilizaciones. ¡Sería el fin!, pero mientras quedara un resquicio de posibilidad, los mexicanos hallaríamos una forma de seguir adelante, incluso si el resto del mundo se derrumbaba.
Por Carlos Román.