La riqueza y el capital en México se encuentran en muy pocas manos. Carlos Slim, Germán Larrea, Ricardo Salinas y Alejandro Bailléres, por citar solo algunos, deben sus enormes fortunas al aprovechamiento de bienes y servicios que han sido obtenidos de concesiones otorgadas por el Estado; es decir, por la autorización que el gobierno entrega a los particulares para la explotación de bienes nacionales.
Minería, telecomunicaciones, radio y televisión, son algunos de los bienes y servicios que el Estado Mexicano ha concesionado a estos magnates. Fue la fórmula que aplicó el neoliberalismo para crear una nueva oligarquía que desplazó a otra formada en un País diferente, en donde los ricos tenían menos prisa por ganar dinero. Esta nueva élite económica, surgió después de la nacionalización bancaria y su posterior privatización, junto con la crisis política provocada por un fraude electoral que impidió la llegada de un gobierno socialdemócrata encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas.
Debo decir que no estoy en contra de que los particulares aprovechen los recursos y la riqueza nacional. El estado ha de mostrado históricamente ser un pésimo empresario, pero el argumento de que con la participación del sector privado habría mayor competencia y con ella más y mejores productos y servicios a mejor precio, no ha sido necesariamente cierta. Todavía hay un proteccionismo que impide una verdadera competencia económica y ello permitió que México haya generado al hombre más rico del mundo. Si bien el Ingeniero Carlos Slim ya no lo es, se mantuvo en primer lugar en las listas de las revistas financieras por años. Paradójicamente esa acumulación de capital, también reproducía la pobreza y desigualdad en millones, casi tan rápido como el ascenso de nuestros ricos a las grandes ligas del mundo de los ricos en serio. Penoso este registro en un País con millones de pobres y con trescientas familias dueñas de casi todo.
En México, los pobres y la pobreza aumentan de forma ininterrumpida. La riqueza de la oligarquía mexicana podría aminorar este flagelo, pero lo impide la ambición insaciable y la lastimosa condición humana que la lógica de la acumulación de capital genera. Lo grave es que a pesar de horas y horas de discurso contra los ricos y conservadores, la pobreza no disminuye. Se ha dicho por parte del presidente que hoy con este gobierno, los ricos han ganado más dinero que antes. Esa afirmación contradice la esencia fundamental de la prédica presidencial.
Tanta riqueza mal distribuida ha hecho que la desigualdad no solo sea evidente, sino una consecuencia necesaria de este modelo económico. A la larga, tanta desigualdad hace ineficiente a la riqueza y termina por destruir lo que se construyó, incluyendo la estabilidad que requiere la propia oligarquía. Pero esa es la lógica de un capital que recibió todo del gobierno y no del esfuerzo, innovación y trabajo que construyen una nación con cimientos fuertes, en donde por lo general sobresale el que aporta valor y no el que solo lo aprovecha.
Seguimos viendo como el flagelo de la pobreza y de la corrupción que tanto daño le ha hecho a México, no termina. Nuestro país vive hoy horas oscuras, la miseria genera una espiral insalvable que impide avanzar, además la inseguridad y la violencia nos han convertido en una sociedad que tolera la barbarie como algo natural, como un destino manifiesto.
Pero no solo el gobierno es responsable. Los grandes capitales privados que el estado mexicano formó, construyeron una de las sociedades más desiguales del mundo. Ahí siguen, en las fotos, en las cenas, en los pactos; igual que con los más destacados neoliberales que sin freno a su ambición perdieron todos o casi todos los valores que nos hacen humanos. La consecuencia es que esa excelente frase y compromiso de campaña de que: “por el bien de todos primero los pobres”, quedará como un buen deseo, como otra utopía, como la base electoral que manipula voluntades por migajas. No hay menos pobres que hace treinta años y los ricos son los mismos, pero más ricos.