Los gobernadores son los virreyes de la política mexicana. No siempre fue así; antes del año dos mil, es decir antes de la primera alternancia del poder en México, los gobernadores eran nombrados y removidos por la voluntad del presidente en turno. Solo Carlos Salinas de Gortari, destituyó a diecisiete. Eran fichas de cambio en la política nacional. La voluntad presidencial y a veces su mala digestión dictaba el futuro de los gobiernos estatales.
Pero el cambio no fue para mejorar. Queda claro que hoy poco importa la capacidad y preparación personal, el conocimiento de la realidad de una entidad federativa, la racionalidad del discurso político. Poco importa la imagen y la ética en la trayectoria de un aspirante a virrey.
Para ser gobernador se requiere lamentablemente como ayer, estar en el ánimo del gran elector, del que da y quita. Regresamos en el tiempo la maquinaria electoral que siempre ha funcionado en beneficio del régimen en turno. Tampoco importa mucho su currículum ni sus capacidades, sus propuestas o compromisos de campaña son más bien pautas publicitarias y a veces son terribles.
Pero además hay algo que también los identifica. Al terminar sus gobiernos, todos andan con la angustia a flor de piel. Otros de plano a salto de mata. Todos tratan de salvar el dictamen de las auditorías que muchas veces termina evidenciando los peores casos de corrupción de los que hemos sido testigos. La corrupción sin límite, sin freno, eso caracteriza a muchos gobernadores y a sus equipos. Ahí no hay distinción de partidos, todos buscan salvarse, no del juicio de la historia, sino de las responsabilidades administrativas y penales que sus actos como gobernantes conllevaron durante su gestión pública.
Decía un amigo y decía bien: “los gobernadores y todos los políticos tienen fecha de caducidad”; para muchos es de seis años y para otros de tres, para los menos, cuando Dios diga. A pesar de que se ha sancionado a varios exgobernadores por sus excesos y su total corrupción, muchos se la juegan ante la ausencia de una agenda transparente donde con claridad se informe el qué y el cómo del gasto público, de las formas de adjudicación, de los conflictos de interés. Cada día es más común el método de la adjudicación directa, lo que pone de manifiesto la ausencia de seriedad y transparencia.
También los gobernadores son señores de horca y cuchillo. Con las fiscalías a su servicio, fabrican delitos, difaman, erradican a sus oponentes con malas artes. Su falta de ética es total y abrumadora. El Estado de derecho solo puede darse si el Gobierno en verdad tiene un compromiso con el cumplimiento de la ley, como medio de acceso a la justicia. Pero a la mayoría de los gobernadores del País, poco o nada les importa lo que no signifique un beneficio, genere votos o no luzca, además de ser algunos de ellos vengativos y curar sus frustraciones con la fuerza del poder público. Lamentable.
Las entidades federativas no superan la inseguridad, algunas se están paralizando por la violencia, otras han perdido territorio ante la delincuencia. Ríos de sangre continúan ahogando nuestro futuro. Muchos gobernadores se han rodeado de políticos cleptómanos, de su partido y de otros partidos, incluso de ideología antagónica. Lo que importa es seguir pegados al presupuesto, como lo han hecho desde hace años. No tienen llenadera.
A pesar de la alternancia que se ha dado en varios estados, parece ser que siempre llega uno peor que su antecesor. Así las cosas con estos virreyes. Solo los ciudadanos con su voto pueden exigir mejores hombres y mujeres que en verdad hagan algo de provecho. A ver hasta cuando despertamos.
Por Carlos Román.